Desatar la luz en relámpagos,
rasgar la niebla a ras del cielo
y romper en dos el día.
a continuación, desterrar el sol piadoso
que asesina los nombres de costado
y dejar por un instante
que el crepúsculo nos llueva
al menos en un ojo.
Extraída previamente la memoria,
dejarla macerar en un buen vino.
Velar después el centro de la noche
y añadir dos átomos cargados de ternura.
Sin dejar que se enfríe, remover suavemente
hasta que la magia brote entre los dedos.
antes de servir, dejar correr los pies hacia la risa
o en su defecto, rodear la ira con las manos
desechando el silencio podrido
que atraviesa la lengua de los pobres.
Por último, emplatar con una guarnición
de besos a fuego lento
y por supuesto, acompañar de buena música.
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